lunes, 13 de diciembre de 2010

Estado de alarma


ÁNGEL CARRETERO MARTÍN

Estamos a mitad de camino antes de la Navidad aunque los árboles nevados, las luces de colores y los escaparates de las calles se empeñan en adelantarnos cada vez más su preparación consumiendo desaforadamente. De todos modos no creo que ese sea el principal problema en la manera de vivir estas semanas entrañables, sino el hacernos creer -aunque solo sea por unos días- que el mundo es casi perfecto, que los problemas o el sufrimiento no son propios de este tiempo, que hay que aparcarlos hasta después de Reyes. Pero no nos engañemos. La actual situación familiar, económica y social nos hace caer en la cuenta -con más fuerza que en años pasados- de que el mundo está muy lejos de ser casi perfecto por mucho «espíritu navideño» de papás noeles que peregrinan por las calles tocando campanillas y regalando caramelos.

No pretendo, ni mucho menos, aguar la fiesta a nadie sino denunciar el efecto anestesiante de nuestra cultura que, en medio de sus riquezas y posibilidades, lleva tiempo inoculando el virus de un pretendido paraíso sin Dios. Basten los informativos para hacernos saltar las alarmas al reconocer que, de seguir por estos derroteros, no va a ser precisamente a un paraíso hacia donde nos dirigimos, sino al infierno social de la falta de valores y del vacío más absoluto. Dicen que no hay mal que por bien no venga y quizá sea por eso que cada vez somos muchos más los que estamos convencidos de que la actual crisis familiar y económica hunde sus raíces en una honda crisis de valores. Pero somos tan duros de mollera que no aprendemos hasta que no nos llega el agua al cuello. Solo cuando eso sucede, entonces sí, nos declaramos en «estado de alarma» y nos preguntamos hasta dónde somos capaces de llegar sin pararnos antes a pensar un poco.

Mal está el esfuerzo creciente por desterrar toda referencia al Dios que por nosotros se ha hecho hombre, pero lo que resulta intolerable es hacernos creer que «vivir el espíritu navideño» de estos próximos días o ser auténticamente felices el resto del año significa vivir sin conflictos ni dolores. Esa filosofía barata y mercantilista nos hace insolidarios con las necesidades de los demás e incapaces de afrontar nuestros propios problemas en casa, en el trabajo o con los amigos. Ese misticismo de color rosa no soluciona la realidad de vivir integrando conflictos. Más aún, y aunque siempre habrá quienes no se lo crean, el único que nos soluciona la vida totalmente es el Niño pobre de Belén, el primero en vivir una Navidad de conflictos. Ni la peor de las crisis puede con aquel o aquella que se abre al milagro de la misteriosa presencia de su amor.

La Opinión-El Correo de Zamora, 12/12/10.

No hay comentarios:

Publicar un comentario