lunes, 22 de noviembre de 2010

La alegría y la cruz


FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ

Solemnidad de Cristo Rey – Ciclo C

“Había un letrero: Este es el rey” (Lc 23, 35-43)

Hoy la palabra de Dios nos hace repetir a todos: «vamos alegres a la casa del Señor» mientras se recita el salmo 122. Con él se recuerda la entrada del arca de la alianza en la ciudad conquistada por el rey David como casa común de todo el pueblo, como espacio donde Dios haría sentir su protección, ¿cómo no alegrarse? Y sin embargo esa casa común se convirtió en una cueva de bandidos (con la injusticia de los poderosos en ella) y posteriormente en un lugar arrasado, lleno de angustia y soledad (con la conquista babilónica). ¿Cómo cantar entonces un canto a la ciudad de Dios? Sólo queda la súplica del hombre que vive en angustia, paseando por sus calles apenas habitables, que sufre oprimido y despreciado.

Aquí se une el evangelio, porque en él quien sube a Jerusalén encuentra a Jesús que se acercó a este mundo de soledades, angustias y desprecios para reconstruir la ciudad de Dios, ciudad de paz y compañía, de abundancia y reconocimiento mutuo. Pero, ¡desesperación!, lo encuentra crucificado. Los que cantaron con él este salmo al cruzar los umbrales de Jerusalén se han quedado mudos. Y sólo se oye el desprecio de un mundo de satisfechos.

Pero sigue en pie la suplica del hombre que busca consuelo en su desgracia. Y Jesús, rey mesiánico, no ha subido a morar en los palacios de la gran ciudad sino a habitar las afueras donde el hombre es olvidado. Allí abre el oído y los crucificados de este mundo pueden clamar de tú a tú, de dolor a dolor, con confianza: «acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».

Jesús, atado por la muerte, sabe que su casa es la del Padre, que su Reino no es de este mundo cerrado y cáustico; atado por el odio, no le abre las puertas de su corazón porque éste está ocupado por la ley del Reino nuevo que no es sino la misericordia sobreabundante del Padre. Y así ninguna soberanía de este mundo puede dominarlo. De esta manera abre las puertas de la nueva ciudad y la ofrece a los que se entregan a él, sean quienes sean y vengan de donde vengan en su vida: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

¿Ha vuelto el Rey David? Su rostro ha cambiado, tiene la mirada del crucificado y se llama Jesús. Nadie está ya lejos. Él abre la ciudad eterna de la vida, de la gracia, del perdón. Abre la ciudad que nadie podrá arrasar: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y tras él los pequeños en una procesión discreta, cargando con las cruces de su vida, van cantando: «Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor».

La Opinión-El Correo de Zamora, 21/11/10.

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