domingo, 28 de marzo de 2010

Beata Bonifacia Rodríguez: una vida ligada a Zamora, y un milagro para la santidad


La Madre Bonifacia, fundadora de las Siervas de San José, fallecida en Zamora en 1905 y beatificada por Juan Pablo II en 2003, muy pronto será proclamada santa de la Iglesia, después de que Benedicto XVI haya autorizado la promulgación del decreto donde se reconoce un milagro realizado por su intercesión.

Zamora, 28/03/10. Recogemos tres documentos de interés relativos a la próxima canonización de la beata Bonifacia Rodríguez Castro, fundadora de las Siervas de San José y fallecida en la ciudad de Zamora: un resumen del milagro que ha sido reconocido oficialmente por Benedicto XVI ayer, un resumen biográfico de la Madre Bonifacia, y una explicación del proceso que se sigue para declarar la santidad de una persona.

Un milagro para la santidad

Según se relata en la crónica del proceso que se ha seguido para el reconocimiento del milagro que llevará a la canonización de la beata Bonifacia Rodríguez Castro, calladamente, dulcemente, en el marco de la vida ordinaria, Bonifacia se hizo presente en la vida de Kasongo Bavon, comerciante congoleño de 33 años, que quería vivir para que su niña de tres años no quedase huérfana.

Era el 6 de junio. Bavon estaba gravísimo, no había esperanza para él. Nuestras hermanas del Congo y el médico de cabecera, Dr. Muyumba Mukana Patrick, comenzaron a rezar con fe a nuestra fundadora como única tabla de salvación para aquel joven padre que se les iba de las manos. Se les unieron en la oración los enfermeros del hospital. Y el 9 de junio, además, su padre y su cuñado, protestantes, y su mujer y el propio Bavon, neo-apostólicos, que acababan de conocer a Bonifacia.

Y, contra toda esperanza, Kasongo Bavon no se murió. Al día siguiente de la tercera operación, 10 de junio, desde la mañana temprano buscaba con ansia a Sacramento Villalón, Sierva de San José, para que le diera de comer. Era algo así como el signo de Jesús a Jairo cuando le devolvió a su hija, o al centurión cuando le dijo que su criado estaba curado: “dadle de comer”. Bavon se sentía curado y pedía de comer.

Sucedió en Kayeye (Katanga, República Democrática del Congo) en 2003, en el sencillo hospital que dirigimos las Siervas de san José. Se acababa de conocer a nivel privado la fecha de la beatificación de nuestra fundadora y la gravedad de Bavon coincidía con el aniversario de su nacimiento, 6 de junio. Todas las hermanas de la Delegación rezaron pidiendo por su intercesión la curación de Bavon.

Biografía de Bonifacia Rodríguez, fundadora de las Siervas de san José

Bonifacia Rodríguez es una trabajadora manual que nace en Salamanca (España) el 6 de junio de 1837. La experiencia de Dios crece y madura en ella al ritmo del trabajo, que ocupa el entero arco de su vida. El Dios que descubre Bonifacia tiene el rostro de Jesús, trabajador en Nazaret, al que sigue fielmente por el camino de la vida ordinaria en oración y trabajo y por el camino de la cruz en humillación y abandono.

Recibe la fe de sus padres en un taller de sastre, el de Juan Rodríguez, su padre. Con sólo 13 años aprende el oficio de cordonera, con el que comienza a ganarse el sustento a los 15, por muerte de su padre. Su taller de cordonera atrae a un grupo de chicas que se reúnen en él al calor del testimonio de vida y amistad de Bonifacia. Fruto de los ratos agradables que allí pasaban los domingos y festivos, es la Asociación Josefina, creada en torno a ella.

El trasfondo evangélico de aquel taller no le pasa desapercibido a Francisco Butinyà, jesuita, recién llegado a Salamanca, y el Espíritu le sugiere prolongarlo en una congregación religiosa de mujeres trabajadoras que acogieran en sus Talleres de Nazaret a otras trabajadoras para librarlas del riesgo de perder su dignidad al trabajar fuera de casa. E invita a Bonifacia a fundar con él las Siervas de san José en Salamanca, comenzando la vida de comunidad en enero de 1874.

El proyecto rompía la imagen de la vida religiosa femenina tradicional: aquel grupo de mujeres que no llevaban hábito y se reunían para vivir de su trabajo, acogiendo a otras mujeres que no lo tenían, despierta los recelos del nuevo director, que no capta la entraña evangélica de aquel modo de vida, tan cercano al mundo del trabajo e inserto en él. Y vienen los intentos de rectificación en ausencia del padre Butinyà.

Bonifacia se opone y comienza para ella una dura persecución que la acompaña más allá de su muerte. Nazaret la lleva a la cruz: es la hora de las humillaciones, rechazo, descrédito y exclusión. No se rinde. E inicia en Zamora, con todos los requisitos canónicos, un segundo Taller de Nazaret como lo había diseñado Francisco Butinyà en las Constituciones. Mientras, en Salamanca comienzan a introducir cambios en el objetivo apostólico primigenio.

Bonifacia pone en marcha en Zamora un taller solidario al servicio de la mujer trabajadora decimonónica, tantas veces desprovista de ambientes dignos de trabajo. La comunidad la secunda y la gente de la ciudad y provincia las apoya colaborando económicamente en la obra. Al llegar como obispo en 1892 D. Luis Felipe Ortiz, con proyectos de carácter social, encuentra uno ya establecido en la casa nº 11 de la calle de la Reina, comprada por su antecesor D. Tomás Belestá para las Siervas de san José, y apoya decididamente aquel centro de prevención de la mujer.

Pero, pasado el tiempo, la casa madre no reconoce aquella comunidad fundada legítimamente, por lo que la aprobación pontificia de la Congregación en julio de 1901 no alcanza a la casa de Zamora. Bonifacia lo ha dado todo por aquel proyecto de vida nacido de la contemplación de la Familia de Nazaret. Tiene 64 años. Solamente le quedan la fe y confianza en Dios y el cariño y veneración de su comunidad. Le bastan: ellos harán renacer el taller que sus ojos ven morir. Y espera.

Bonifacia es toda de Dios, en Salamanca no la quieren recibir cuando va a hablar personalmente con las hermanas, pero su gran corazón las disculpa y las perdona, las sigue queriendo igual, y pide a las de Zamora que después de su muerte se incorporen al resto de la Congregación: su fe le deja entrever el futuro de su taller, puesto por ella en las manos de Dios. No tiene duda, y se la ve tranquila, serena, confiada, bondadosa, animando a la comunidad en el lecho de muerte. Y las deja deprisa, muy deprisa, fueron solamente ocho días. Al expirar la envuelve la alegría y una sonrisa de esperanza sella sus labios, pues “Dios le prodigaba por otra parte otros consuelos más sólidos a su sierva”. Era el 8 de agosto de 1905, en Zamora.

La comunidad de Zamora cumple el deseo de Bonifacia y se incorpora a la casa madre el 23 de enero de 1907. Todavía tardará en reverdecer el taller. Será el Vaticano II el que diga a las Siervas de san José, a partir del primer capítulo general de renovación de 1969, que pongan los ojos en el taller de Butinyà y Bonifacia: era la herencia recibida y a ella debían ser fieles. Y hoy la Congregación camina por los senderos trazados por sus fundadores y el taller está siendo recreado en todas las partes donde hay comunidades.

En la historia de salvación de las Siervas de san José, la fe y el amor a la mujer trabajadora pobre de Bonifacia Rodríguez, su fundadora, son cimiento y roca, y la raíz viva de su vida santa, el mejor patrimonio.

(Autora: Victoria López, Sierva de San José)

¿Cómo “se hace” un santo?

A. UN POCO DE HISTORIA

Siempre han existido cristianos que han vivido el amor de Dios y a los demás de manera extraordinaria. Estas personas eran especialmente apreciadas por los creyentes que los habían conocido, tanto por haber sido imitadores de Cristo como por sus poderes de hacer milagros. Por este motivo, los santos originalmente eran aclamados a “vox populi”; es decir, por aclamación popular. Pero surgió la pregunta: ¿Cómo se podía tener la seguridad de que los santos invocados por la gente eran realmente santos?

Para evitar excesos, los obispos tomaron la responsabilidad de ver quiénes debían ser declarados santos en sus diócesis. Concluida la verificación, se les asignaba un día de fiesta, generalmente el aniversario de su muerte, por ser el día en que habían nacido a una nueva vida con Cristo.

A finales del s. X (año 993) tenemos el primer caso en que una canonización es aprobada directamente por un Papa. A partir de 1234 las canonizaciones se reservaron sólo al Sumo Pontífice. En 1588 el Papa Sixto V creó la Congregación de Ritos y la encargó de estudiar los casos de canonización. En 1917 el proceso aparece codificado en el Código de Derecho Canónico y en la década de los 80 se han realizado las últimas reformas para simplificar el proceso.

B. LOS PASOS

Ya en el s. V, los criterios por los que se consideraba “santa” a una persona eran: 1) su reputación entre la gente (“fama de santidad”), 2) el ejemplo de su vida como modelo de virtud heroica y 3) su poder de obrar milagros, en especial aquellos producidos póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias.

Actualmente hay tres pasos en el proceso oficial de la causa de los santos:

1. Venerable. Con el título de Venerable se reconoce que un fallecido vivió las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), las cardinales (fortaleza, prudencia, templanza y justicia) y todas las demás virtudes de manera heroica; es decir, extraordinaria.

2. Beato. Además de los atributos personales de caridad y virtudes heroicas, se requiere un milagro obtenido a través de la intercesión del Siervo/a de Dios y verificado después de su muerte. El milagro requerido debe ser aprobado a través de una instrucción primaria canónica especial, que incluye tanto el parecer de un comité de médicos (algunos de ellos no son creyentes) y de teólogos. El milagro no es necesario si la persona ha sido reconocida mártir. Los beatos son venerados públicamente por la Iglesia local o Diócesis.

3. Santo. Con la canonización, al beato es incluido en la lista o canon de los santos de la Iglesia (de allí el nombre de canonización). Para este paso hace falta otro milagro atribuido a la intercesión del beato y ocurrido después de su beatificación. El Papa puede obviar estos requisitos. La canonización compromete la infalibilidad pontificia. Mediante la canonización se concede el culto público en la Iglesia universal. Se le asigna un día de fiesta y se le pueden dedicar iglesias y santuarios.

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