domingo, 8 de noviembre de 2009

Ella ha echado todo lo que tenía para vivir


NARCISO-JESÚS LORENZO LEAL

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario - Ciclo B

“Se acercó una viuda pobre y echó dos reales” (Mc 12, 38-44)

A lo largo de estos domingos venimos escuchando cómo la segunda lectura fragmentos de un importantísimo escrito del Nuevo Testamento: la Carta a los Hebreos. Este escrito presenta a Cristo como Sacerdote, como Pontífice. Es decir: el puente entre dos orillas, el mundo de Dios y el mundo de los hombres. Dios ha enviado y hecho de su Hijo «mediador» para un mundo que quiso y quiere acabar con él. «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos» gritaron furiosos a Pilato. Curiosamente esa sangre vertida por los hombres y esa muerte, asesinato y sacrilegio a un tiempo, Jesús ha querido convertirlo en el medio para poner fin a tanta maldad, tanto odio, tanta violencia, tanta muerte, tanto pecado «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Dios ha acogido la ofrenda de la vida de su Hijo para otorgar a los hombres y mujeres de todos los tiempos, el perdón, una vida nueva, una nueva identidad. Hasta los verdugos, los cómplices, los indiferentes, los insensibles, todo hombre y mujer puede adquirir por este sacrificio esa nueva identidad de hijo e hija de Dios.

Cada vez que celebramos la Eucaristía asistimos, precisamente, a este Sacrificio, por el que Cristo «quita los pecados de todos». Encontramos al Mediador que Dios envía a la historia y podemos unirnos íntimamente a él, para participar de algo nuevo, de un mundo nuevo que brota y rebrota, a pesar de todo. Cada vez que comulgamos «comemos» a Cristo que es «una persona totalmente entregada», con todo lo que esto significa. «Tomad y comed esto es mi Cuerpo entregado por vosotros». Participar en la Eucaristía supone que caigamos en la cuenta de todo esto; de que nos acercarnos a la Salvación en estado puro. Pero para ello debemos revisar nuestras aptitudes. Sino ¿por qué a tantísima gente no lo dice nada la Eucaristía? ¿Por qué la Misa nos deja, a veces, igual o peor que estábamos? ¿No será que llegamos a ella sin saber ni a dónde vamos, ni dónde estamos, ni ante quién estamos? ¿No será que vivimos una fe aparente? Jesús ponía en guardia a sus discípulos para que no se aprovecharan de la religión. «¡Cuidado con los letrados!... buscan los asientos de honor en las sinagogas». ¿No será que de la religión sólo importan las apariencias, «ceremoniar» momentos de la vida: nacimientos, matrimonios y entierros? ¿No será que la religión interesa si reporta algún reconocimiento público en asociaciones, cultos y procesiones? ¿No será que a clérigos y a laicos nos espanta la inclemente cruz de la irrelevancia social, de la vergüenza por ser lo que somos, incluso de la burla o insultos callejeros? Frente a estos interrogantes respondamos como la viuda del Evangelio. En la religión, es decir en nuestra relación con Dios no echemos de lo que sobra, sino que «echemos el resto». Arriesguémonos a poner «vida y hacienda» en las manos del Señor.

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