domingo, 25 de octubre de 2009

Recobró la vista y lo seguía


FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO B

“Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52)

La cotidianidad de nuestra vida avanza siempre por los mismos senderos, como si tuviera querencia a unas formas que le dan seguridad porque las conoce y las domina: la misma forma de mirar, la misma forma de pensar, la misma forma de reaccionar, la misma forma de actuar. Nada extraño, pues somos lo que somos y no podemos ser diferentes de nosotros mismos a cada momento. Ahora bien, esto se convierte en un problema cuando nos convencemos de que esta lógica de vida y la extensión de la realidad coinciden con nuestra manera de vivir. Entonces la vida aparece parcelada, no hay diálogo posible, ni podemos aprender nada de los demás. Además muchos aparecen excluidos de nuestro camino, pues no se encuentran en nuestro campo de visión. Vivimos «vidas adosadas», pero no compartidas.

Pues bien, lo mismo pasa en la fe como nos hace ver el evangelio de hoy. Una multitud sigue a Jesús por los caminos que ella conoce y un ciego está al margen de estos caminos, ignorado, excluido. Pero Jesús no es de los que van con él, Jesús no es de los que le tienen, no es de los que absorben en sus inercias, sino de los que se dejan llevar por él. El ciego grita y la multitud quiere acallar una voz que les saca de sus caminos (y de sus casillas) y Jesús se para y llamando al ciego reta a todos a ver con verdad, a mirar más allá de sus narices y de sus intereses, a sentir más allá de sus pasiones, anhelos y deseos, a dejarse abarcar por toda la realidad.

Es el corazón de Jesús amplio hasta contener los latidos de todos y cada uno de los hombres, amplio hasta aceptar todas sus pequeñeces y sus sufrimientos, amplio hasta dejarse habitar por la cizaña y las miserias que nos sembramos mutuamente… el que une a todos, el que nos invita a caminar por un mismo camino sin márgenes, sin cunetas donde se olviden los que no pueden o no saben o no quieren caminar a nuestro paso.

Es difícil adquirir esta mirada del corazón donde todos somos uno. Quien es honesto consigo mismo percibe que creyéndose dueño de sus verdades no es sino un pobre ciego preso de sus intereses e inercias. Es difícil porque es una forma de mirar que implica toda la existencia y a veces la obliga a sufrir, pero éste es el precio de la unidad, de la comunión, del amor.

Jesús es de aquellos que saben decir: «Señor, ten misericordia de mí, que vea», de los que le suplican humildemente mirar con sus mismos ojos, de los que saben que sin esta amplia visión no pueden seguirle en su camino. Éstos son los curados. Los otros, los que queremos reducirle a nuestra mirada y a nuestros caminos finalmente lo perdemos y sólo nos convertiremos en ciegos que guían a otros ciegos (Tm 15, 14), como por otra parte es tan común en nuestra sociedad.

La Opinión-El Correo de Zamora, 25/10/09.

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